Para desgracia de Karl Rove y de sus colegas republicanos, el gobierno de George W. Bush ha resultado, en estos cuatro años, un verdadero desastre.
NUEVA YORK.- En política, cuatro años pueden ser un mar de diferencia. En agosto de 2002, el Partido Republicano se preparaba para dar el golpe de gracia a su rival demócrata. De la mano del estratega tejano Karl Rove, brazo derecho de George W. Bush, los conservadores concibieron y ejecutaron un plan políticamente perfecto. A penas un año del 11 de septiembre, los republicanos apostaron por el voto del miedo. Con mucho de pericia y de cinismo, Rove y los suyos supieron exprimir hasta la última gota de la incertidumbre y la rabia que habían marcado la psique colectiva estadunidense desde los ataques de Al-Qaeda. Ni tardos ni perezosos, los hombres del presidente apelaron a ese patriotismo enardecido, que es tan típico en Estados Unidos.
Los demócratas, en cambio, se vieron completamente maniatados. En cierto sentido, la parálisis resultaba comprensible: en tiempos de guerra, el único sitio productivo del espectro político estadunidense era la derecha. Así, el único mensaje disponible para los demócratas era la moderación. Sobra decir que, después de ver caer las dos torres neoyorquinas, el pueblo estadunidense no estaba de humor para escuchar llamados a la prudencia.
La victoria republicana fue aplastante. El partido del presidente afianzó su mayoría absoluta en la Cámara de Representantes y, más importante aún, logró el anhelado control del Senado. Con el triunfo comenzó la gloria republicana. Bush recibió el respaldo irrestricto de sus senadores, quienes se apropiaron de los comités legislativos y otorgaron a su presidente poderes que, en otros tiempos, habrían resultado simplemente impensables. De la noche a la mañana, George Bush colgó traje y corbata en la Oficina Oval y se vistió con la ropa del emperador. Fue el Senado republicano el que otorgó al presidente la tristemente célebre carta blanca para atacar Irak. Así llegarían muchas otras medidas igualmente irresponsables (baste recordar la aprobación sin cortapisas de los recortes impositivos de Bush).
Mientras tanto, en su oficina de la Casa Blanca, Karl Rove se frotaba las manos: el maquiavélico estratega, verdadero artífice de la carrera política de George Bush, creía poder vislumbrar una nueva era de dominio republicano. Y visto en retrospectiva, el plan de Rove parece infalible: a corto plazo, el partido aprovecharía el voto del miedo y el sufragio ultraconservador; a largo plazo, apostaría por –sorpresa de sorpresas– el voto hispano, conservador y religioso por naturaleza. En el camino, sin embargo, algo salió muy mal.
Para desgracia de Rove y de sus colegas republicanos, el gobierno de George W. Bush ha resultado, en estos cuatro años, un verdadero desastre. Desde el inmenso déficit en el que Bush ha sumergido a la economía de este país hasta el caos iraquí, los republicanos parecen haber conseguido lo que se antojaba imposible: la probable resurrección demócrata.
Hoy, cuando faltan apenas tres meses para la elección legislativa de medio término, el partido opositor parece estar a punto de cambiar el equilibrio político estadunidense una vez más. De acuerdo con la enorme mayoría de las encuestas, los demócratas mantienen un promedio de diez a doce puntos de ventaja sobre sus rivales republicanos en la totalidad de las campañas rumbo a la elección de noviembre. Tan sólo en el Senado, los demócratas podrían conquistar al menos siete asientos, cantidad suficiente como para retomar el control del recinto. En la Cámara de Representantes, la oposición necesita 15 triunfos en noviembre. Es difícil, pero no imposible: después de todo, Newt Gingrich logró algo aún más complicado en 1994 para los republicanos.
La peor noticia para el partido del presidente es la notable antipatía que despierta en buena parte del territorio estadunidense. El rechazo a los republicanos es tal, que incluso algunos senadores demócratas particularmente conservadores se han visto también afectados. El caso más notable es el de Joseph Lieberman, senador de Connecticut. Lieberman, compañero de fórmula de Al Gore en 2000, se movió claramente a la derecha después de los ataques del 11 de septiembre. Desde siempre, Lieberman había sido conocido como un conservador, un genuino halcón entre las palomas demócratas. Sin embargo, su vehemente apoyo a la guerra en Irak quizás haya sido demasiado para sus correligionarios. Después de años como una figura indispensable en el Senado, Lieberman enfrenta hoy la mayor de las humillaciones: está a un paso de ser derrotado en las primarias de su partido por el empresario Ned Lamont, un virtual desconocido. Si Lieberman pierde en las primarias de su partido, los legisladores republicanos seguramente comenzarán a temblar. Ellos saben mejor que nadie que las consecuencias de un triunfo demócrata en noviembre serían severas y serían muchas. Pero esa es otra historia.
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